4. V

septiembre 21, 2008


Hace muchos años, cuando Silver era un adolescente propenso a locos enamoramientos, durante un viaje agotador a lo largo de la meseta española, llegó a una conclusión que lo sorprendió y lo sorprendería siempre por su profundidad, especialmente porque cada vez que ponía a prueba su validez se encontraba con una ratificación indiscutible. Nunca cumplió con verificar si esa asociación ya se le había ocurrido a alguien más, prolongando así la ilusión de ser el indisputado genio cuyo nombre figuraría por la eternidad debajo de una frase tan certera como la vida es como ir en tren sentado en los asientos que miran hacia atrás.

En muchos sentidos, para él esas palabras eran, más que un simple aforisma, una sentencia. Tenía una extraña y mórbida relación con el pasado, con cada herida que éste le había infligido, con cada doloroso adiós en un aeropuerto, con cada recuerdo de emociones objetivamente fugaces pero que en el caso de Silver se marcaban hasta el tuétano con un fuego abrasador. Pero nunca podría haber imaginado a qué punto podría llegar la toxicidad de semejante masoquismo, hasta que Vicky lo dejó. O más precisamente, la última vez que Vicky lo ha dejado.

Mientras se dirige a casa en un autobús destartalado, Silver nota que se encuentra nuevamente mirando hacia atrás, y no metafóricamente: realmente, el único asiento libre era justo uno colocado en dirección opuesta a todos los demás, acomodado de forma ingeniosa de espaldas al conductor. De inmediato hace la obvia asociación entre su estado actual, la frase infalible, y de vuelta a su estado actual, esta vez en sentido más amplio, y no puede evitar sentirse mal al respecto. Está hecho un desastre. Ha engordado muchísimo. A veces pasa una semana sin que toque la máquina de afeitar, dejando en evidencia que, a pesar de ir acercándose a los cuarenta, aún le quedan varios espacios glabros en sus mejillas. Todas las noches se queda dormido frente al televisor. Los fines de semana los pasa en una alternancia continua de borracheras y resacas que se concluye sólo cuando tiene que reagrupar las fuerzas que le quedan en el cuerpo los lunes en la mañana para ir a la oficina.

La culpable es Vicky, y lo sabe muy bien. Deja de pensar en esa puta, le dijo Gordon, luego de empujarlo contra la pared con violencia inusitada. Andar con ella no te hace bien y lo sabes, le recomendó Lex dándole una palmada en el hombro. Bubu en esa ocasión se había quedado callado, limitándose a sacudir su cabeza. Eran meses y meses que le venía repitiendo esos conceptos, de una forma u otra y sin mayores resultados, desde que habían vuelto a trabajar juntos.

A diferencia de los otros dos, él había conocido a Silver cuando se encontraba en su mejor momento y parecía a punto de comerse el mundo en un solo bocado. Estaba felizmente casado, tenía una casa amplia y decorada con gusto por la que corría su pequeño hijo, manejaba una camioneta cómoda, todos los domingos ocupaba un palco de su propiedad en el estadio. Bubu era el practicante que le habían asignado en la oficina, para ayudarlo en el papeleo, y muy pronto se había convertido en una especie de hermano menor para su colega. Había experimentado así de primera mano esa bonanza.

Tiempo después, cuando Lex y Gordon ya trabajaban con ellos, fue testigo de los primeros flirts entre Silver y Vicky, en un karaoke donde la oscuridad, la cerveza y el volumen altísimo de la música propiciaron encuentros demasiado cercanos entre dos espíritus que no podían ser menos afines, o así parecía en ese entonces. Bubu le preguntó qué estaba haciendo, y Silver no le hizo el menor caso. En unas semanas, Bubu se había ido a otro lado, perdiéndose así todo el baile mareador que se desencadenó.

Luego de pocos meses, y numerosos cuartos de hotel visitados en compañía de Vicky, un divorcio inapelable dejaría a Silver en el suelo, sin esposa, hijo, casa, palco y camioneta. Con lo poco que pudo llevarse apenas le alcanzó para comprar un pequeño departamento de soltero y amoblarlo en un mercado de pulgas. Pero eso no le importó mucho en ese momento, al contrario: al fin tenía su nido de amor propio, donde pasar fines de semana de sexo salvaje con Vicky; alguna vez pasaron hasta tres días sin salir de allí, sobreviviendo a base de pizzas entregadas a domicilio. En la oficina lo notaban distraído y demasiado acelerado, pero por lo demás seguía siendo el Silver que conocían, bien vestido, siempre disponible para un partido de fútbol, capaz de conseguir lo que se requiriera gracias a sus innumerables contactos y amistades. Así que nadie se preocupó más de la cuenta; Bubu tal vez lo hubiera hecho.

Todos, por otra parte, sabían que Vicky era poco más que una cortesana, por decirlo de una forma elegante. Saltaba de una cama a otra de acuerdo a quien quisiera llevarla a algún restaurante elegante, comprarle un vestido lujoso, pagarle un fin de semana en un balneario a la moda. En Silver pudo encontrar todo eso en una sola persona, de manera que se acomodó a la monogamia por primera vez en su aún corta vida; tampoco le incomodaba la ventaja que eso le generaba en el trabajo, o la envidia que provocaba en las demás secretarias. Él, por su parte, se sentía rejuvenecido al tener a su costado, cada mañana, a una jovencita que, veinte años antes, recién empezaba el colegio mientras él ya había perdido la virginidad.

Cuando sus ahorros se acabaron, Silver entendió que estaba llevando un estilo de vida demasiado alto para el sueldo que ganaba, y en toda su ingenuidad comunicó a Vicky la necesidad de frenar un poco esa loca carrera hacia el abismo. La respuesta de la chica fue tan propia de su carácter, que cualquier otra cosa hubiera sido más sorprendente: salió de las sábanas en toda su apabullante desnudez, recogió su ropa, se encerró en el baño para vestirse y pocos minutos después tiró la puerta del departamento, no sin antes decirle vete a la mierda, maricón. Él no pudo moverse ni abrir boca por una media hora.

En un principio no se lo tomó muy en serio. Pensaba que era una pelea momentánea, que ella volvería muy pronto a su cama, que la vida continuaría. El viernes siguiente la vio salir de la oficina corriendo, maquilladísima y apretadísima, y entendió de golpe que él sólo había sido una etapa más de su camino, tan pasajera como las demás. Lo que ella había dejado atrás era una paréntesis; él, en cambio, había perdido todo, pero sólo en ese momento lo visualizó con estrepitosa claridad. Del joven exitoso y querido por todos no quedaba más que un pálido reflejo, una sombra que en los últimos tiempos se había mantenido en pié gracias a las hormonas que Vicky le hacía liberar, y que ahora se desvanecía poco a poco en el aire.

A partir de ese momento, hundido en una depresión irreparable, su única obsesión fue reunir una cantidad de dinero suficiente para poder convencer a Vicky que podía y tenía que volver con él. Ella no traicionó sus expectativas: menos de dos meses después ya estaba nuevamente encima de él, como si nada hubiera pasado. Y tras veinte días de despilfarro, sexo y alcohol, se largó nuevamente hacia otros brazos.

Esa segunda caída fue aún más dolorosa y evidente, incluso para sus colegas. De golpe, subió varios kilos, llegaba al trabajo con ojeras, se quedaba dormido en las conversaciones después del almuerzo, extraviaba documentos importantes. Lex sintió la necesidad de hablar con él, luego de haberse jurado y rejurado no intervenir en el asunto; Gordon, en cambio, se había declarado en contra de esa relación desde el primer día. Pero no sirvió de nada. Silver les decía que no volvería a las andadas, que trataría de reconectarse con su hijo y muchos buenos propósitos más, para luego recaer como una piedra entre las piernas de Vicky. Una y otra vez.

Cuando Bubu volvió a la oficina le resultó difícil reconocer a Silver. En el tiempo que había pasado, parecía haber envejecido décadas; una cierta obesidad comenzaba a afearlo, las canas avanzaban entre los cabellos cada vez más desaliñados, sus camisas tenían casi tantas arrugas como su frente. Era el hazmerreír de la oficina. En verdad, daba pena.

Silver nunca hizo nada para mejorar la situación. Se había terminado adaptando a esa alternancia maligna, manejada por las hábiles manos de Vicky. Unas semanas de adrenalina, unos días de celos, unos meses de depresión. Y al final de cada ciclo, apenas la cuenta del banco volvía al color azul, se repetía todo; pero cada vez él sentía más necesidad de tenerla a su lado, consciente que el tiempo corría en contra suya. Tenía muy claro que sufría de una adicción severa e intratable, para la cual no existían clínicas de rehabilitación.

La última vez que ella lo dejó fue hace diez días, y todavía le duele. Mientras el autobús se acerca al paradero en el cual tiene que bajar y que él no puede ver, a diferencia de todo el camino que ha dejado detrás de sí, sabe con absoluta certeza que Vicky está revolcándose con alguien, con la misma intensidad animal que él ha conocido. Mira el reloj y decide que aún queda tiempo para un par de cervezas, y olvidarlo todo al menos por ese día.

Quiero contarte una historia
, le dice al barman, algunas horas y varios tragos después, una historia muy graciosa. Trata de un tipo que lo pierde todo, absolutamente todo. Trata de él y de una chica. Una chica llamada V.


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3. Reloj no marques las horas

septiembre 13, 2008


Bubu está catatónico frente a la pantalla del ordenador. Son casi las once de la noche de un viernes y el físico le pide, a gritos, un poco de descanso, pero su cabeza apunta a cualquier otro lado, o a varios lugares distintos al mismo tiempo. Ya revisó su correo, sin mayores novedades. Ya leyó las últimas noticias, de poca o ninguna importancia. Ya chequeó el Messenger, más desierto que nunca. Se ha quedado pegado a una página de deportes, con la vista bien fijada en el espacio blanco entre la tercera y cuarta línea del artículo. Parece estar en el postoperatorio de una lobotomía mal ejecutada. Eso te pasa por casarte, le diría Gordon.

Puede ser, piensa Bubu, rascándose la barbilla y dándole clic al video del gol del último partido, abajo a la izquierda. En ese mismo instante, no lo duda, sus amigos deben estar ocupados en cualquier otra cosa, nada tan patético como estar en pijama de franela escuchando los gritos guturales de un cronista deportivo al borde de la afonía.


Lex probablemente está contando como le fue el día a alguna chica por ahí, en pleno chit chat previo a cosas mayores, por lo menos hasta las primeras horas del fin de semana. Bien por él, carajo. Silver, con toda seguridad, va por la quinta o sexta cerveza consecutiva, puteando cordialmente desde la barra de algún antro de mala muerte el recuerdo, más bien esquivo en los últimos tiempos, de las pechugas de Vicky. Zorra, cómo lo ha cagado al hombre. Gordon, como siempre, es menos previsible. Podría estar dando rienda suelta a sus bajos instintos con alguna de las fans que, inexplicablemente, tiene siempre a distancia de una llamada de celular, y que se someten a cosas que nunca van a querer contar en la universidad, el banco o la oficina. O tal vez esté simplemente discutiendo en un foro virtual sobre la caída del Reich, peleándose contra todos, contra el mundo, contra los textos del colegio, contra la Historia con H mayúscula, con un arrojo revisionista que a veces asusta, y bastante. Pero claro, de ser así por lo menos significaría que no está paseando por las calles en plan vengador nocturno, con un cuchillo y un picahielos escondidos en las mangas de la casaca, esperando ansiosamente que algún pandillero, caficho, fumón o cogotero intente cerrarle el paso. Chucha, Gordon está más loco que mi abuela.

Bubu no. Se había escapado de la oficina, llegando a casa un poco antes de la hora y asustando así a la señora de la limpieza, que casi lo empala con el trapeador pensando que era un asaltante. Lo que le faltaba. La semana había estado recargada: el trabajo lo tenía podrido, pero eso no era ninguna novedad; por lo menos podía largarse a una hora decente, no como Greta, su esposa, que más de una vez había regresado cuando él ya estaba en proceso de adormecimiento. Y cuando aún estaba despierto, ella estaba demasiado cansada y al día siguiente debía despertarse temprano. Conclusión: Bubu estaba de cabeza y hasta los pies en plena síndrome de abstinencia.

No es ni de lejos un enfermo como Gordon, o un adicto monotemático como Silver, o un romántico como Lex. Él es más tranquilo, más linear, más constante, menos exigente. Había tenido su etapa de joven y aguerrido rompe calzones, pero los treinta habían llegado y se habían ido en un suspiro, y con ellos gran parte de su promiscuidad. Un buen día decidió por fin sentar cabeza, tomar la salida de la autopista por la que seguían circulando sus patas, ponerse un terno y repetir algunas fórmulas rituales frente a un cura. Según su retorcido y precozmente envejecido pensamiento, se estaba asegurando así comida, compañía y sexo, por lo menos por algunos años; no era un mal negocio, y lo había constatado fehacientemente en todo el tiempo que llevaba con Greta. Pero esa semana la realidad lo había tomado por el babero y abofeteado hasta dejarle moradas las metafóricas mejillas, y no sólo eso.

Por tal motivo había recortado adrede su jornada laboral, cerrando por fin con triple candado esos días que le habían resultado tan nefastos. Greta llegaría en la noche, pedirían algo rápido para comer, verían un poco de tele, y luego recuperarían los partidos pendientes, con minutos de descuento y suplementarios, hasta que cante el gallo.

Pero si Bubu sigue frente al monitor de diecisiete pulgadas, es porque algo ha salido mal en su plan. Como otras muchas, demasiadas veces, tanto que él quisiera tener un poco de la lógica fría, inflexible y también bastante retorcida de Gordon para no exponerse a estos garrotazos inesperados, o por lo menos verlos llegar y agacharse antes de que lo impacten en medio a la dentadura.

Reunión de amigas del colegio. Fuck. Y lo peor es que Greta, apenas llegada a casa, lo había sacado a empellones del ordenador porque necesitaba revisar su correo personal luego de varios días, y justo en ese momento se había enterado de lo que habían organizado sus ex compañeras. Así, mientras Bubu trataba de encontrar sus reflejos, que parecían haberse escondido como la cabeza de una tortuga debajo de su caparazón, y ensayar así algún tipo de reacción firme y digna de un marido que se hace respetar, su esposa ya había coordinado la hora y el lugar de ese ansiado encuentro generacional, llamado un taxi, pactado la tarifa de la carrera, arreglado el cabello y salido corriendo con besitos volados incluidos, anunciando que volvería pasando la medianoche.

Doble fuck. Bubu se debate entre el sueño descomunal que le presiona los párpados y las ganas revanchistas de esperar en pié el retorno de su mujer y demostrarle quien manda en la pareja. Sus amigos tienen las ideas muy claras al respecto y no le son exactamente favorables: es evidente que allí es Greta la que lleva los pantalones puestos, y el bueno de Bubu a lo mucho tiene que contentarse con llevar un no muy masculino kilt. No hay manera que aguante despierto, admite, mientras apaga el ordenador en cámara lenta. Se soba los ojos, más achinados que nunca, y se dirige a la cama.

Varios minutos de zapping no lo ayudan. Pasea cansinamente por la casa, alinea melancólicamente los discos que sobresalen de la repisa, acomoda las cortinas de la sala. Pero el gustito amargo que se le ha quedado en el fondo de la garganta no se le va. Toma el libro que está leyendo y que le recomendó Lex, y sin entender mucho de lo que sucede en esas páginas llega rápidamente a su epílogo. Cuando lo repone en el estante, es medianoche y media.

Bubu no entiende cuál es el punto de esas reuniones. Van a ser quince años que esas ex niñas terminaron el colegio, cada una estudió por su lado, encontraron trabajos disímiles, algunas se casaron, otras no, unas se fueron del país, otras van por el cuarto hijo, en fin, lo único que les queda en común son memorias escolares tan lejanas como inciertas. Él, por ejemplo, no ha visto a nadie de aquellas épocas en los últimos diez años, y vive perfectamente con eso; más bien, le resultaría extraño conversar con gente de su edad sobre chiquilladas, libretas, tareas y mochilas de colores. O peor aún, recopilar las crónicas colectivas de esos lustros perdidos, que se le antojan en el mejor de los casos insignificantes y, en el peor de ellos, fraudulentas. Hasta preferiría compartir remembranzas con algún completo desconocido: al menos habría el suspenso de no tener ni idea de lo que se viene, amén de no tener el compromiso de fingir recordar hasta el último insulso detalle de todas esas historias.

Cuando por fin se inserta debajo de las sábanas, se da cuenta que debería haber hecho lo mismo que ella, marcar los números de sus colegas y coordinar algo, salir, despejarse la mente. Ser el violinista en el flirt de Lex. Chupar hasta perder la conciencia con Silver. Y no, mejor dejar a Gordon por su cuenta. Pero ya es muy tarde y está demasiado cansado. Para la próxima, mamón.

No termina de caer en los brazos de Morfeo, cuando los tacos de Greta anuncian su llegada, tintineando sobre el parquet. Bubu ni abre los ojos. Unos minutos después, siente un cuerpo caliente acucharado contra su espalda, y el distinguible aroma de un par de cocteles en el aliento que roza su cuello. Una mano traviesa se insinúa por su pecho.

A las cuatro de la mañana del sábado, Lex está en su casa, en la cama, solo, profundamente dormido; la acción ha quedado postergada para otro día. Al otro extremo de la ciudad, Silver se ha acurrucado en el sofá, porque todo el alcohol que lleva encima le ha impedido subir a su habitación, y entre un ronquido y otro susurra el nombre de Vicky. Gordon ha entrado a su última hora de sueño, antes de despertarse y salir a correr como todas las mañanas. Mientras tanto, Bubu y Greta siguen enfrascados en la sesión amatoria más memorable y alucinante de todos los tiempos, como coincidirán en definir cuando ya no quede ni una partícula de energía en sus cuerpos. Greta sonreirá de oreja a oreja, apoyada al pecho de su esposo, y éste, víctima de un inesperado insomnio, no podrá hacer otra cosa que concluir que la espera valió la pena.

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2. Némesis

septiembre 07, 2008


A veces los apodos dicen más acerca de una persona que su verdadero nombre; por lo tanto, resultan ser una mejor denominación para su sujeto, un código de identificación más preciso, una corrección necesaria para escapar del incógnito de un apellido demasiado común. Pero no siempre.

Gordon aplicó su sobrenombre a Lex un día de invierno, luego de una tarde de reflexión solitaria e inconexa, dedicada a la vida, el tiempo, el amor y, sobre todo, los motivos por los que se encontraba completamente solo, en su cuarto, un sábado por la tarde.

Nunca había sido popular y nunca lo sería. Carecía por completo de aquellas características mínimas que generan empatía, cercanía, admiración y adoración en un grupo, empezando por lo básico: era el más insensible hijo de puta que hubiera recorrido ese lado del planeta. Su prontuario de maltratos parecía una guía telefónica; su colección de ataques hirientes, una enciclopedia de veinte tomos y gran formato. En las discusiones se cuidaba mucho de frenar la lengua, en sus relaciones personales dejaba de lado todo rastro de sana hipocresía, en las peleas no guardaba nada para el siguiente round. Todo esto siempre y cuando bajara de la nube de arrogancia y manifiesta superioridad sobre la que parecía flotar, y dignara así de su atención a alguien que interceptaba su órbita, cosa que no resultaba ni común ni corriente.

Por éstos y otros varios detalles nunca tuvo más que un puñado de amigos y la comprensión de los parientes más cercanos. Un carácter egocéntrico, tal vez megalómano, seguramente orgulloso, terminaba por ser soportado y aceptado sólo por quienes, a través del tiempo y las vicisitudes más diversas, llegaban a rozar lo que había debajo de tanta espina: un niño solo. Tan solo como se encontraba durante esa tarde fría, encerrado con sus pensamientos entre cuatro paredes y un techo agrietado.

Lex, por su parte, era la antípoda más extrema que podía haberse generado respecto a Gordon. El cordón que los unía resultaba una incógnita imposible de despejar, salvo tal vez apelando a las polaridades magnéticas; cualquier intento de síntesis de sus personalidades habría generado no sólo el vacío, sino más bien un agujero cósmico capaz de absorber toda la materia del universo.

A parte algún envidioso muy puntual y con exceso de mala leche, todo el mundo quería a Lex. Hasta quienes no lo conocían personalmente y tenían que agenciarse con reportes de segunda, tercera o enésima mano sentían genuino afecto por aquel muchachón bueno, generoso, educado, una combinación inmejorable de Garrone y Derossi extirpada de la pluma de De Amicis y trasplantada en la realidad. Las chicas que cruzaban su camino aunque sea marginalmente llegaban al insomnio y los delirios más profundos, y eso cuando no operaban inquietantes estrategias de persecución; las decenas de grupos que honraba con su amistad se disputaban golpe a golpe los minutos libres de los que disponía durante la semana. Era la personificación del voto por unanimidad, de la elección por aclamación, del consenso absoluto.

Gordon, por su parte, poseía una inteligencia fuera del común, la misma que le permitía reconocer en Lex a la única mente capaz de acercarse, si bien lejanamente, a las altitudes en las que solía navegar. En muchos campos se encontraba ciertamente más adelante que su amigo, y sin embargo no lograba encontrar en ello la satisfacción suficiente para disminuir su sensación de inferioridad. Sus resultados más impresionantes se difuminaban de la vitrina pública a los pocos días; nadie lo esperaba para festejar sus victorias en la meta con pancartas, globos y serpentinas. En cambio, de eso estaba seguro, Lex habría tenido un regimiento de fans que celebrarían con coros y euforia una llegada anónima, un resultado mediocre, una posición de media tabla.

Cansado de esa situación, por un tiempo se propuso entrar a la pelea y competir por la supremacía en esos aspectos. Su dominio tenía que ser total e insuperable.

Puso en la mesa todo el empeño que pudo recopilar, pero cada paso le costaba horrores. Intentó tratar mejor a la gente, resultando postizo. Buscó limitar los comentarios sarcásticos y venenosos, sintiéndose ahogado. Se esforzó en no herir a las mujeres con las que salía, empalagándose con tanto azúcar.

Simplemente no podía. No estaba cómodo dentro de esos zapatos tan ajustados y que sacaban dolorosas ampollas a su personalidad. Y eso era lo de menos. Quienes lo rodeaban se interrogaban a donde se había ido el adorable bastardo con el que siempre contaban para que las cosas se salgan de la vía establecida y se renovaran en una espiral de inquietante casualidad. Se sentían invitados a una representación del Mercader de Venecia donde un director iconoclasta había tenido la brillante idea de neutralizar a Shylock; John Silver ahora era un marinero de uniforme inmaculado; Dorian Gray, el filántropo por antonomasia; Javert, un descuidado y corrupto inspector de policía. El mundo estaba patas arriba y dejaba al descubierto un calzón remendado que nadie quería ver.

Por suerte alguien tomó las cosas en sus manos, literalmente. Gordon salió a cenar con una chica de la que, en el pasado, se había aprovechado más de una vez, sometiéndola a dolorosas humillaciones. Regresando a su casa, lo agarró por la corbata, lanzó al suelo las rosas rojas que había recibido, le metió una bofetada de ida y vuelta y dejó que sus entrañas hablaran por ella. Mirándolo a los ojos y mucho más adentro que eso, le pidió que se deje de gansadas y se lo hiciera de una vez, con toda la perversión que tanto la había marcado. No tuvo que esperar mucho. Gordon oyó nítidamente un chasquido proveniente de su interior, aunque no pudo identificar el origen de ese sonido; parecía una cadena partida por un golpe seco. Milésimas de segundos después, ella estaba en el suelo, sonriendo. El monstruo había vuelto.

Caminando rumbo a su departamento el día siguiente, tiritando por el viento gélido de la mañana, botó a la basura el sujetador que la chica le había regalado como souvenir para que no se olvidara de llamarla, y coordinar así un nuevo y salvaje encuentro. Pero en ese momento por su cabeza circulaban ideas más articuladas que eso, y necesitaba ordenarlas un poco.

Ya no estaba tan seguro de que fuera necesario seguir con la careta puesta. Su naturaleza lo empujaba en otra dirección y la oposición que le había impuesto sólo conseguía aumentar la dolorosa presión sobre su voluntad. No era un niño bueno, y punto. Aquella tarde, mientras analizaba lo que estaba sucediendo en su vida, se encontró bajo los ojos unas frases de Conrad que lo golpearon como un uppercut: No me despreciaba por algo que estuviera en mi mano corregir. Por algo que yo fuera. Me tenía por un cero a la izquierda simplemente por no haber tenido la suerte en esta vida de ser él. Bingo. No habría podido resumirlo mejor.

No quedaba más que ponerse el alma en paz y aceptarlo: por más que se esforzara, jamás podría competir contra esa especie de semidiós mitológico, caballero de la mesa redonda, titán de historieta que para los demás era Lex. Hubiera sido tan estúpido como dispararle a Superman. Tan ilógico como intentar domesticar a Aquiles y convertirlo en el piadoso Héctor. Tan absurdo como tener a Mr. Hyde y querer transformarlo en Dr. Jekyll a pura fuerza de caricias.

Había encontrado a su némesis en el mejor amigo que tenía. No había ninguna duda al respecto. Pero esta vez, y eso lo tenía claro, Gordon no asumiría la personalidad del villano de la historia, no seguiría siendo él el cero a la izquierda. Ahora le tocaba ser el superhéroe supremo, el hijo de Jor-El, el Hombre de Acero, el inmortal, el indestructible; y el otro, por lógica antítesis, sería su más mortal y genial adversario: Lex Luthor, el temible genio del mal.

Dura lex, sed Lex, pensó, felicitándose por haber dado con un apodo tan preciso. Salió a la calle en medio de una lluvia espantosa. Y mientras pensaba en la fiesta de cumpleaños en la que tenía que encontrarse Lex, y a la que él, para variar, no había sido invitado, sonrió. Ellos debían estar empapándose, soportando las goteras a través del toldo blanco. Esa noche él, en cambio, se limitaría a volar.

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1. El salto

agosto 29, 2008


Gordon tiene una relación especial con la muerte. Ha visto morir, ha dejado asesinar, ha matado él mismo. Todo con la insensibilidad y la limpieza de una losa de mármol pulido. Sería muy fácil suponer que su actitud frente a la interrupción del hilo de una vida haya sido determinada por su primer impacto con ese trance, a mayor razón si se consideran las características peculiares de aquel encuentro fatal. Y a priori no parecería ser una suposición aventada.

Gordon no logra recordar exactamente si tenía 17 o 18 años, pero el hecho de no estar en ese momento al volante del auto, sino en su bicicleta, abona a favor de la primera opción. El sol seguía alto e inmisericorde en el cielo cuando él había salido de la biblioteca municipal cargando una discreta cantidad de volúmenes; apenas suficientes, en todo caso, para ocupar las tardes de la siguiente semana de verano, que él pasaría echado sobre su cama, con mínimos alientos de frescura introduciéndose por las ventanas abiertas.

Cuando se encontró en la calle, recordó que tenía que pasar por el club de tenis para separar la cancha número 3 para el día siguiente. Había quedado con Lex para una enésima revancha de la derrota que le había propinado en el torneo indoor de Navidad; ya iban al menos media docena de encuentros e igual número de debacles apabullantes. Pero Lex no entendía el mensaje, y se obstinaba a repetir el plato y las condiciones ambientales en que se había gestado ese partido: por eso eran de los pocos idiotas que pagaban un precio doble al estándar para poder jugar al cubierto en pleno estío.

La distancia entre la biblioteca y el club no era mucha, pero las curvas y recurvas de la calle, que seguían el perfil ondulado del terreno, terminaban distorsionando esa previsión. Gordon, como había hecho siempre, dirigió su bicicleta hacia la iglesia, cuyos jardines coronaban la cancha número 1, de polvo de ladrillo, desde lo alto de un murallón de piedra de por lo menos quince metros. Pasando la zona de los estacionamientos, al otro extremo de los terrenos parroquiales se abría una estrecha trocha de tierra, de pronunciada pendiente, que bordeaba cuatro terrazas sucesivas, cada una con su respectivo campo de juego, y terminaba reuniéndose con el asfalto cerca de la entrada al club.

Bajó de la bicicleta para poder pasar sobre la cadena que le cerraba el paso, antes de lanzarse por la bajada, cuando de forma fortuita se le ocurrió mirar hacia los jardines. Los cipreses ocultaban el disco solar y proyectaban una sombra oscura sobre el pasto y las flores multicolores. Y entre dos de los troncos, una sombra más negra. Extrañamente humana.

Gordon, que por inercia ya había dirigido su mirada algunos metros más adelante, tuvo un escalofrío y por una milésima de segundo no se atrevió regresar a esa esquina de horizonte. Cuando lo hizo, en cámara lenta, esperó haberse equivocado; pero esta vez la imagen estaba mucho más nítida. Era un hombre, relativamente alto, parado en la cornisa del murallón, dándole la espalda. La sombra de los cipreses no permitía obtener mayores detalles, pero lo que Gordon pudo ver era más que suficiente. Fuera lo que fuera que ese tipo estaba haciendo, no tenía que ver con él, con sus libros, con su ruta al club. Tratando de ser lo más silencioso posible, hizo pasar la bicicleta sobre la cadena, para luego superarla él mismo. Casi sin respirar, montó de nuevo y se preparó a bajar por la trocha.

En una decisión que tendría repercusiones que evidentemente no tomó en cuenta en ese momento, dio un último vistazo hacia atrás. Y lo vio. Por una fracción de segundo, el tiempo se cristalizó y todo estuvo claro. El hombre lo había estado observando, esperando que se aleje, y justo en ese instante, cuando suponía que Gordon iniciaría su camino cuesta abajo, giró la cabeza, tomó un respiro profundo y se lanzó al vacío.

Gordon vio el último rincón de zapato desaparecer detrás de la cornisa. Todo se detuvo en un viscoso silencio por lo que a él le pareció una eternidad, antes de oír dentro de su cabeza, con la fuerza de una explosión, lo que en realidad era un apenas perceptible eco. Muy parecido al sonido que hacían las sandías al caer de las canastas del frutero, antes de reventarse y empapar todo el piso con sus jugos rosados y algún pedazo de pulpa carmesí aquí y allá.

Las piernas no le respondieron. No se movió ni miró para otro lado, con los ojos fijos en ese espacio ahora vacío, donde se enmarcaba un rincón de cielo azul. Cuando por fin pudo recobrar el aliento sintió que la bicicleta lo empujaba hacia la pendiente, mientras que un magnetismo morboso aferraba su pecho y jalaba con fuerza hacia los jardines. Una simple ojeada, distraída, breve, inútil, fue toda la atención que recibió el impulso de seguir con el plan original. Un momento después las ruedas giraban paralelas al suelo, el manubrio se apoyaba sobre la cadena, la mochila con los libros rodaba a un costado, y Gordon corría a través de los estacionamientos, saltaba los setos, pisaba las flores sin ninguna misericordia. Llegó a la cornisa a tal velocidad que tuvo que apoyarse a ella con fuerza para evitar irse de frente.

En una esquina del campo, abajo, la arcilla se iba tiñendo poco a poco de un rojo profundo, dibujando extraños arabescos al tocar las líneas de fibra blanca. A la luz del sol, el hombre ya no era una silueta negra, difusa y desdibujada, sino alguien que esa tarde se había puesto su mejor terno y los zapatos más lujosos que tenía para lanzarse hacia la muerte, y ahora yacía como una muñeca desarticulada, arrojada por alguna niña caprichosa en el piso de la sala.

Los latidos del corazón parecían tambores de guerra. Mientras Gordon trataba de contenerlos en su cabeza, ocultando sus emociones, el viejo buscaba con paciencia en su cuaderno la programación de las canchas. Le separó dos horas para el día siguiente y lo saludó con cariño, sin tener idea de lo que lo esperaba cuando, algunos minutos después, iría a nivelar el polvo de ladrillo, arriba, en la última terraza. Gordon, por su parte, regresó a casa despacio, sin prisa; cuando llegó, guardó la bicicleta en el garaje y subió a su cuarto. Al abrir la mochila sobre la cama, los libros salieron despedidos en todas las direcciones, terminando la mayor parte de ellos sobre la alfombra naranja. Déjà vu. Gordon los empujó con un pié, se sentó en el suelo y cerró los ojos.

El día siguiente, Lex tuvo al fin su revancha. Ganó de forma inapelable y hasta cierto punto incomprensible en sets corridos, destruyendo la maldición siete meses después de su aparición. Gordon aceptó la derrota y acordaron dejar de jugar entre ellos hasta el campeonato del club, a finales de agosto, donde podría darse inicio a una nueva saga de rivalidad deportiva. Cuando pasaron a pagar, encontraron al viejo con un policía al costado, tomando apuntes en un pequeño block. Los miró sin mucho cuidado cuando entregaron los billetes y se despidieron del conserje. Luego retomó su trabajo.

Desde temprano por la mañana todo el mundo sabía lo que había pasado en el murallón, pero ni una palabra sobre algún eventual testigo. Se tejían las versiones más fantásticas sobre los motivos de una decisión tan extrema por parte del occiso: deudas de juego con la mafia; una sórdida historia de pedofilia, drogas, chantajes; la traición de la esposa con un amigo, o tal vez un hermano; el diagnóstico de una enfermedad incurable. Nadie, como se supo después, tenía la respuesta exacta. Gordon no dejó de notar que todos reaccionaban con sorpresa e imaginación, como sucedía siempre cuando una persona de vida anónima de pronto se apoderaba de los titulares con algún gesto desesperado; la gente sentía la necesidad física de completar los espacios en blanco de la historia, de unir los puntos desordenados sobre el papel. Pero en realidad los porqués de aquellos desconocidos terminaban siendo casi siempre tan banales como el resto de sus días; lo excepcional era la forma que habían encontrado o elegido para darles un final.

Varios años después, Gordon analizaría con cuidado las raíces de su disposición preferente hacia la muerte, concentrándose en ese evento lejano pero grabado a fuego en su memoria. Eventualmente, llegaría a la conclusión que aquella caída sólo le había entregado en bandeja la prueba empírica de su desafección hacia la vida misma. Había visto un hombre irse, y no había sentido nada. Lo que sí había podido intuir era la existencia de un enorme hoyo negro en su interior. Y lo que pudo ver en él le gustó.

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