3. Reloj no marques las horas

septiembre 13, 2008


Bubu está catatónico frente a la pantalla del ordenador. Son casi las once de la noche de un viernes y el físico le pide, a gritos, un poco de descanso, pero su cabeza apunta a cualquier otro lado, o a varios lugares distintos al mismo tiempo. Ya revisó su correo, sin mayores novedades. Ya leyó las últimas noticias, de poca o ninguna importancia. Ya chequeó el Messenger, más desierto que nunca. Se ha quedado pegado a una página de deportes, con la vista bien fijada en el espacio blanco entre la tercera y cuarta línea del artículo. Parece estar en el postoperatorio de una lobotomía mal ejecutada. Eso te pasa por casarte, le diría Gordon.

Puede ser, piensa Bubu, rascándose la barbilla y dándole clic al video del gol del último partido, abajo a la izquierda. En ese mismo instante, no lo duda, sus amigos deben estar ocupados en cualquier otra cosa, nada tan patético como estar en pijama de franela escuchando los gritos guturales de un cronista deportivo al borde de la afonía.


Lex probablemente está contando como le fue el día a alguna chica por ahí, en pleno chit chat previo a cosas mayores, por lo menos hasta las primeras horas del fin de semana. Bien por él, carajo. Silver, con toda seguridad, va por la quinta o sexta cerveza consecutiva, puteando cordialmente desde la barra de algún antro de mala muerte el recuerdo, más bien esquivo en los últimos tiempos, de las pechugas de Vicky. Zorra, cómo lo ha cagado al hombre. Gordon, como siempre, es menos previsible. Podría estar dando rienda suelta a sus bajos instintos con alguna de las fans que, inexplicablemente, tiene siempre a distancia de una llamada de celular, y que se someten a cosas que nunca van a querer contar en la universidad, el banco o la oficina. O tal vez esté simplemente discutiendo en un foro virtual sobre la caída del Reich, peleándose contra todos, contra el mundo, contra los textos del colegio, contra la Historia con H mayúscula, con un arrojo revisionista que a veces asusta, y bastante. Pero claro, de ser así por lo menos significaría que no está paseando por las calles en plan vengador nocturno, con un cuchillo y un picahielos escondidos en las mangas de la casaca, esperando ansiosamente que algún pandillero, caficho, fumón o cogotero intente cerrarle el paso. Chucha, Gordon está más loco que mi abuela.

Bubu no. Se había escapado de la oficina, llegando a casa un poco antes de la hora y asustando así a la señora de la limpieza, que casi lo empala con el trapeador pensando que era un asaltante. Lo que le faltaba. La semana había estado recargada: el trabajo lo tenía podrido, pero eso no era ninguna novedad; por lo menos podía largarse a una hora decente, no como Greta, su esposa, que más de una vez había regresado cuando él ya estaba en proceso de adormecimiento. Y cuando aún estaba despierto, ella estaba demasiado cansada y al día siguiente debía despertarse temprano. Conclusión: Bubu estaba de cabeza y hasta los pies en plena síndrome de abstinencia.

No es ni de lejos un enfermo como Gordon, o un adicto monotemático como Silver, o un romántico como Lex. Él es más tranquilo, más linear, más constante, menos exigente. Había tenido su etapa de joven y aguerrido rompe calzones, pero los treinta habían llegado y se habían ido en un suspiro, y con ellos gran parte de su promiscuidad. Un buen día decidió por fin sentar cabeza, tomar la salida de la autopista por la que seguían circulando sus patas, ponerse un terno y repetir algunas fórmulas rituales frente a un cura. Según su retorcido y precozmente envejecido pensamiento, se estaba asegurando así comida, compañía y sexo, por lo menos por algunos años; no era un mal negocio, y lo había constatado fehacientemente en todo el tiempo que llevaba con Greta. Pero esa semana la realidad lo había tomado por el babero y abofeteado hasta dejarle moradas las metafóricas mejillas, y no sólo eso.

Por tal motivo había recortado adrede su jornada laboral, cerrando por fin con triple candado esos días que le habían resultado tan nefastos. Greta llegaría en la noche, pedirían algo rápido para comer, verían un poco de tele, y luego recuperarían los partidos pendientes, con minutos de descuento y suplementarios, hasta que cante el gallo.

Pero si Bubu sigue frente al monitor de diecisiete pulgadas, es porque algo ha salido mal en su plan. Como otras muchas, demasiadas veces, tanto que él quisiera tener un poco de la lógica fría, inflexible y también bastante retorcida de Gordon para no exponerse a estos garrotazos inesperados, o por lo menos verlos llegar y agacharse antes de que lo impacten en medio a la dentadura.

Reunión de amigas del colegio. Fuck. Y lo peor es que Greta, apenas llegada a casa, lo había sacado a empellones del ordenador porque necesitaba revisar su correo personal luego de varios días, y justo en ese momento se había enterado de lo que habían organizado sus ex compañeras. Así, mientras Bubu trataba de encontrar sus reflejos, que parecían haberse escondido como la cabeza de una tortuga debajo de su caparazón, y ensayar así algún tipo de reacción firme y digna de un marido que se hace respetar, su esposa ya había coordinado la hora y el lugar de ese ansiado encuentro generacional, llamado un taxi, pactado la tarifa de la carrera, arreglado el cabello y salido corriendo con besitos volados incluidos, anunciando que volvería pasando la medianoche.

Doble fuck. Bubu se debate entre el sueño descomunal que le presiona los párpados y las ganas revanchistas de esperar en pié el retorno de su mujer y demostrarle quien manda en la pareja. Sus amigos tienen las ideas muy claras al respecto y no le son exactamente favorables: es evidente que allí es Greta la que lleva los pantalones puestos, y el bueno de Bubu a lo mucho tiene que contentarse con llevar un no muy masculino kilt. No hay manera que aguante despierto, admite, mientras apaga el ordenador en cámara lenta. Se soba los ojos, más achinados que nunca, y se dirige a la cama.

Varios minutos de zapping no lo ayudan. Pasea cansinamente por la casa, alinea melancólicamente los discos que sobresalen de la repisa, acomoda las cortinas de la sala. Pero el gustito amargo que se le ha quedado en el fondo de la garganta no se le va. Toma el libro que está leyendo y que le recomendó Lex, y sin entender mucho de lo que sucede en esas páginas llega rápidamente a su epílogo. Cuando lo repone en el estante, es medianoche y media.

Bubu no entiende cuál es el punto de esas reuniones. Van a ser quince años que esas ex niñas terminaron el colegio, cada una estudió por su lado, encontraron trabajos disímiles, algunas se casaron, otras no, unas se fueron del país, otras van por el cuarto hijo, en fin, lo único que les queda en común son memorias escolares tan lejanas como inciertas. Él, por ejemplo, no ha visto a nadie de aquellas épocas en los últimos diez años, y vive perfectamente con eso; más bien, le resultaría extraño conversar con gente de su edad sobre chiquilladas, libretas, tareas y mochilas de colores. O peor aún, recopilar las crónicas colectivas de esos lustros perdidos, que se le antojan en el mejor de los casos insignificantes y, en el peor de ellos, fraudulentas. Hasta preferiría compartir remembranzas con algún completo desconocido: al menos habría el suspenso de no tener ni idea de lo que se viene, amén de no tener el compromiso de fingir recordar hasta el último insulso detalle de todas esas historias.

Cuando por fin se inserta debajo de las sábanas, se da cuenta que debería haber hecho lo mismo que ella, marcar los números de sus colegas y coordinar algo, salir, despejarse la mente. Ser el violinista en el flirt de Lex. Chupar hasta perder la conciencia con Silver. Y no, mejor dejar a Gordon por su cuenta. Pero ya es muy tarde y está demasiado cansado. Para la próxima, mamón.

No termina de caer en los brazos de Morfeo, cuando los tacos de Greta anuncian su llegada, tintineando sobre el parquet. Bubu ni abre los ojos. Unos minutos después, siente un cuerpo caliente acucharado contra su espalda, y el distinguible aroma de un par de cocteles en el aliento que roza su cuello. Una mano traviesa se insinúa por su pecho.

A las cuatro de la mañana del sábado, Lex está en su casa, en la cama, solo, profundamente dormido; la acción ha quedado postergada para otro día. Al otro extremo de la ciudad, Silver se ha acurrucado en el sofá, porque todo el alcohol que lleva encima le ha impedido subir a su habitación, y entre un ronquido y otro susurra el nombre de Vicky. Gordon ha entrado a su última hora de sueño, antes de despertarse y salir a correr como todas las mañanas. Mientras tanto, Bubu y Greta siguen enfrascados en la sesión amatoria más memorable y alucinante de todos los tiempos, como coincidirán en definir cuando ya no quede ni una partícula de energía en sus cuerpos. Greta sonreirá de oreja a oreja, apoyada al pecho de su esposo, y éste, víctima de un inesperado insomnio, no podrá hacer otra cosa que concluir que la espera valió la pena.

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