2. Némesis

septiembre 07, 2008


A veces los apodos dicen más acerca de una persona que su verdadero nombre; por lo tanto, resultan ser una mejor denominación para su sujeto, un código de identificación más preciso, una corrección necesaria para escapar del incógnito de un apellido demasiado común. Pero no siempre.

Gordon aplicó su sobrenombre a Lex un día de invierno, luego de una tarde de reflexión solitaria e inconexa, dedicada a la vida, el tiempo, el amor y, sobre todo, los motivos por los que se encontraba completamente solo, en su cuarto, un sábado por la tarde.

Nunca había sido popular y nunca lo sería. Carecía por completo de aquellas características mínimas que generan empatía, cercanía, admiración y adoración en un grupo, empezando por lo básico: era el más insensible hijo de puta que hubiera recorrido ese lado del planeta. Su prontuario de maltratos parecía una guía telefónica; su colección de ataques hirientes, una enciclopedia de veinte tomos y gran formato. En las discusiones se cuidaba mucho de frenar la lengua, en sus relaciones personales dejaba de lado todo rastro de sana hipocresía, en las peleas no guardaba nada para el siguiente round. Todo esto siempre y cuando bajara de la nube de arrogancia y manifiesta superioridad sobre la que parecía flotar, y dignara así de su atención a alguien que interceptaba su órbita, cosa que no resultaba ni común ni corriente.

Por éstos y otros varios detalles nunca tuvo más que un puñado de amigos y la comprensión de los parientes más cercanos. Un carácter egocéntrico, tal vez megalómano, seguramente orgulloso, terminaba por ser soportado y aceptado sólo por quienes, a través del tiempo y las vicisitudes más diversas, llegaban a rozar lo que había debajo de tanta espina: un niño solo. Tan solo como se encontraba durante esa tarde fría, encerrado con sus pensamientos entre cuatro paredes y un techo agrietado.

Lex, por su parte, era la antípoda más extrema que podía haberse generado respecto a Gordon. El cordón que los unía resultaba una incógnita imposible de despejar, salvo tal vez apelando a las polaridades magnéticas; cualquier intento de síntesis de sus personalidades habría generado no sólo el vacío, sino más bien un agujero cósmico capaz de absorber toda la materia del universo.

A parte algún envidioso muy puntual y con exceso de mala leche, todo el mundo quería a Lex. Hasta quienes no lo conocían personalmente y tenían que agenciarse con reportes de segunda, tercera o enésima mano sentían genuino afecto por aquel muchachón bueno, generoso, educado, una combinación inmejorable de Garrone y Derossi extirpada de la pluma de De Amicis y trasplantada en la realidad. Las chicas que cruzaban su camino aunque sea marginalmente llegaban al insomnio y los delirios más profundos, y eso cuando no operaban inquietantes estrategias de persecución; las decenas de grupos que honraba con su amistad se disputaban golpe a golpe los minutos libres de los que disponía durante la semana. Era la personificación del voto por unanimidad, de la elección por aclamación, del consenso absoluto.

Gordon, por su parte, poseía una inteligencia fuera del común, la misma que le permitía reconocer en Lex a la única mente capaz de acercarse, si bien lejanamente, a las altitudes en las que solía navegar. En muchos campos se encontraba ciertamente más adelante que su amigo, y sin embargo no lograba encontrar en ello la satisfacción suficiente para disminuir su sensación de inferioridad. Sus resultados más impresionantes se difuminaban de la vitrina pública a los pocos días; nadie lo esperaba para festejar sus victorias en la meta con pancartas, globos y serpentinas. En cambio, de eso estaba seguro, Lex habría tenido un regimiento de fans que celebrarían con coros y euforia una llegada anónima, un resultado mediocre, una posición de media tabla.

Cansado de esa situación, por un tiempo se propuso entrar a la pelea y competir por la supremacía en esos aspectos. Su dominio tenía que ser total e insuperable.

Puso en la mesa todo el empeño que pudo recopilar, pero cada paso le costaba horrores. Intentó tratar mejor a la gente, resultando postizo. Buscó limitar los comentarios sarcásticos y venenosos, sintiéndose ahogado. Se esforzó en no herir a las mujeres con las que salía, empalagándose con tanto azúcar.

Simplemente no podía. No estaba cómodo dentro de esos zapatos tan ajustados y que sacaban dolorosas ampollas a su personalidad. Y eso era lo de menos. Quienes lo rodeaban se interrogaban a donde se había ido el adorable bastardo con el que siempre contaban para que las cosas se salgan de la vía establecida y se renovaran en una espiral de inquietante casualidad. Se sentían invitados a una representación del Mercader de Venecia donde un director iconoclasta había tenido la brillante idea de neutralizar a Shylock; John Silver ahora era un marinero de uniforme inmaculado; Dorian Gray, el filántropo por antonomasia; Javert, un descuidado y corrupto inspector de policía. El mundo estaba patas arriba y dejaba al descubierto un calzón remendado que nadie quería ver.

Por suerte alguien tomó las cosas en sus manos, literalmente. Gordon salió a cenar con una chica de la que, en el pasado, se había aprovechado más de una vez, sometiéndola a dolorosas humillaciones. Regresando a su casa, lo agarró por la corbata, lanzó al suelo las rosas rojas que había recibido, le metió una bofetada de ida y vuelta y dejó que sus entrañas hablaran por ella. Mirándolo a los ojos y mucho más adentro que eso, le pidió que se deje de gansadas y se lo hiciera de una vez, con toda la perversión que tanto la había marcado. No tuvo que esperar mucho. Gordon oyó nítidamente un chasquido proveniente de su interior, aunque no pudo identificar el origen de ese sonido; parecía una cadena partida por un golpe seco. Milésimas de segundos después, ella estaba en el suelo, sonriendo. El monstruo había vuelto.

Caminando rumbo a su departamento el día siguiente, tiritando por el viento gélido de la mañana, botó a la basura el sujetador que la chica le había regalado como souvenir para que no se olvidara de llamarla, y coordinar así un nuevo y salvaje encuentro. Pero en ese momento por su cabeza circulaban ideas más articuladas que eso, y necesitaba ordenarlas un poco.

Ya no estaba tan seguro de que fuera necesario seguir con la careta puesta. Su naturaleza lo empujaba en otra dirección y la oposición que le había impuesto sólo conseguía aumentar la dolorosa presión sobre su voluntad. No era un niño bueno, y punto. Aquella tarde, mientras analizaba lo que estaba sucediendo en su vida, se encontró bajo los ojos unas frases de Conrad que lo golpearon como un uppercut: No me despreciaba por algo que estuviera en mi mano corregir. Por algo que yo fuera. Me tenía por un cero a la izquierda simplemente por no haber tenido la suerte en esta vida de ser él. Bingo. No habría podido resumirlo mejor.

No quedaba más que ponerse el alma en paz y aceptarlo: por más que se esforzara, jamás podría competir contra esa especie de semidiós mitológico, caballero de la mesa redonda, titán de historieta que para los demás era Lex. Hubiera sido tan estúpido como dispararle a Superman. Tan ilógico como intentar domesticar a Aquiles y convertirlo en el piadoso Héctor. Tan absurdo como tener a Mr. Hyde y querer transformarlo en Dr. Jekyll a pura fuerza de caricias.

Había encontrado a su némesis en el mejor amigo que tenía. No había ninguna duda al respecto. Pero esta vez, y eso lo tenía claro, Gordon no asumiría la personalidad del villano de la historia, no seguiría siendo él el cero a la izquierda. Ahora le tocaba ser el superhéroe supremo, el hijo de Jor-El, el Hombre de Acero, el inmortal, el indestructible; y el otro, por lógica antítesis, sería su más mortal y genial adversario: Lex Luthor, el temible genio del mal.

Dura lex, sed Lex, pensó, felicitándose por haber dado con un apodo tan preciso. Salió a la calle en medio de una lluvia espantosa. Y mientras pensaba en la fiesta de cumpleaños en la que tenía que encontrarse Lex, y a la que él, para variar, no había sido invitado, sonrió. Ellos debían estar empapándose, soportando las goteras a través del toldo blanco. Esa noche él, en cambio, se limitaría a volar.

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