Hace muchos años, cuando Silver era un adolescente propenso a locos enamoramientos, durante un viaje agotador a lo largo de la meseta española, llegó a una conclusión que lo sorprendió y lo sorprendería siempre por su profundidad, especialmente porque cada vez que ponía a prueba su validez se encontraba con una ratificación indiscutible. Nunca cumplió con verificar si esa asociación ya se le había ocurrido a alguien más, prolongando así la ilusión de ser el indisputado genio cuyo nombre figuraría por la eternidad debajo de una frase tan certera como la vida es como ir en tren sentado en los asientos que miran hacia atrás.
En muchos sentidos, para él esas palabras eran, más que un simple aforisma, una sentencia. Tenía una extraña y mórbida relación con el pasado, con cada herida que éste le había infligido, con cada doloroso adiós en un aeropuerto, con cada recuerdo de emociones objetivamente fugaces pero que en el caso de Silver se marcaban hasta el tuétano con un fuego abrasador. Pero nunca podría haber imaginado a qué punto podría llegar la toxicidad de semejante masoquismo, hasta que Vicky lo dejó. O más precisamente, la última vez que Vicky lo ha dejado.
Mientras se dirige a casa en un autobús destartalado, Silver nota que se encuentra nuevamente mirando hacia atrás, y no metafóricamente: realmente, el único asiento libre era justo uno colocado en dirección opuesta a todos los demás, acomodado de forma ingeniosa de espaldas al conductor. De inmediato hace la obvia asociación entre su estado actual, la frase infalible, y de vuelta a su estado actual, esta vez en sentido más amplio, y no puede evitar sentirse mal al respecto. Está hecho un desastre. Ha engordado muchísimo. A veces pasa una semana sin que toque la máquina de afeitar, dejando en evidencia que, a pesar de ir acercándose a los cuarenta, aún le quedan varios espacios glabros en sus mejillas. Todas las noches se queda dormido frente al televisor. Los fines de semana los pasa en una alternancia continua de borracheras y resacas que se concluye sólo cuando tiene que reagrupar las fuerzas que le quedan en el cuerpo los lunes en la mañana para ir a la oficina.
La culpable es Vicky, y lo sabe muy bien. Deja de pensar en esa puta, le dijo Gordon, luego de empujarlo contra la pared con violencia inusitada. Andar con ella no te hace bien y lo sabes, le recomendó Lex dándole una palmada en el hombro. Bubu en esa ocasión se había quedado callado, limitándose a sacudir su cabeza. Eran meses y meses que le venía repitiendo esos conceptos, de una forma u otra y sin mayores resultados, desde que habían vuelto a trabajar juntos.
A diferencia de los otros dos, él había conocido a Silver cuando se encontraba en su mejor momento y parecía a punto de comerse el mundo en un solo bocado. Estaba felizmente casado, tenía una casa amplia y decorada con gusto por la que corría su pequeño hijo, manejaba una camioneta cómoda, todos los domingos ocupaba un palco de su propiedad en el estadio. Bubu era el practicante que le habían asignado en la oficina, para ayudarlo en el papeleo, y muy pronto se había convertido en una especie de hermano menor para su colega. Había experimentado así de primera mano esa bonanza.
Tiempo después, cuando Lex y Gordon ya trabajaban con ellos, fue testigo de los primeros flirts entre Silver y Vicky, en un karaoke donde la oscuridad, la cerveza y el volumen altísimo de la música propiciaron encuentros demasiado cercanos entre dos espíritus que no podían ser menos afines, o así parecía en ese entonces. Bubu le preguntó qué estaba haciendo, y Silver no le hizo el menor caso. En unas semanas, Bubu se había ido a otro lado, perdiéndose así todo el baile mareador que se desencadenó.
Luego de pocos meses, y numerosos cuartos de hotel visitados en compañía de Vicky, un divorcio inapelable dejaría a Silver en el suelo, sin esposa, hijo, casa, palco y camioneta. Con lo poco que pudo llevarse apenas le alcanzó para comprar un pequeño departamento de soltero y amoblarlo en un mercado de pulgas. Pero eso no le importó mucho en ese momento, al contrario: al fin tenía su nido de amor propio, donde pasar fines de semana de sexo salvaje con Vicky; alguna vez pasaron hasta tres días sin salir de allí, sobreviviendo a base de pizzas entregadas a domicilio. En la oficina lo notaban distraído y demasiado acelerado, pero por lo demás seguía siendo el Silver que conocían, bien vestido, siempre disponible para un partido de fútbol, capaz de conseguir lo que se requiriera gracias a sus innumerables contactos y amistades. Así que nadie se preocupó más de la cuenta; Bubu tal vez lo hubiera hecho.
Todos, por otra parte, sabían que Vicky era poco más que una cortesana, por decirlo de una forma elegante. Saltaba de una cama a otra de acuerdo a quien quisiera llevarla a algún restaurante elegante, comprarle un vestido lujoso, pagarle un fin de semana en un balneario a la moda. En Silver pudo encontrar todo eso en una sola persona, de manera que se acomodó a la monogamia por primera vez en su aún corta vida; tampoco le incomodaba la ventaja que eso le generaba en el trabajo, o la envidia que provocaba en las demás secretarias. Él, por su parte, se sentía rejuvenecido al tener a su costado, cada mañana, a una jovencita que, veinte años antes, recién empezaba el colegio mientras él ya había perdido la virginidad.
Cuando sus ahorros se acabaron, Silver entendió que estaba llevando un estilo de vida demasiado alto para el sueldo que ganaba, y en toda su ingenuidad comunicó a Vicky la necesidad de frenar un poco esa loca carrera hacia el abismo. La respuesta de la chica fue tan propia de su carácter, que cualquier otra cosa hubiera sido más sorprendente: salió de las sábanas en toda su apabullante desnudez, recogió su ropa, se encerró en el baño para vestirse y pocos minutos después tiró la puerta del departamento, no sin antes decirle vete a la mierda, maricón. Él no pudo moverse ni abrir boca por una media hora.
En un principio no se lo tomó muy en serio. Pensaba que era una pelea momentánea, que ella volvería muy pronto a su cama, que la vida continuaría. El viernes siguiente la vio salir de la oficina corriendo, maquilladísima y apretadísima, y entendió de golpe que él sólo había sido una etapa más de su camino, tan pasajera como las demás. Lo que ella había dejado atrás era una paréntesis; él, en cambio, había perdido todo, pero sólo en ese momento lo visualizó con estrepitosa claridad. Del joven exitoso y querido por todos no quedaba más que un pálido reflejo, una sombra que en los últimos tiempos se había mantenido en pié gracias a las hormonas que Vicky le hacía liberar, y que ahora se desvanecía poco a poco en el aire.
A partir de ese momento, hundido en una depresión irreparable, su única obsesión fue reunir una cantidad de dinero suficiente para poder convencer a Vicky que podía y tenía que volver con él. Ella no traicionó sus expectativas: menos de dos meses después ya estaba nuevamente encima de él, como si nada hubiera pasado. Y tras veinte días de despilfarro, sexo y alcohol, se largó nuevamente hacia otros brazos.
Esa segunda caída fue aún más dolorosa y evidente, incluso para sus colegas. De golpe, subió varios kilos, llegaba al trabajo con ojeras, se quedaba dormido en las conversaciones después del almuerzo, extraviaba documentos importantes. Lex sintió la necesidad de hablar con él, luego de haberse jurado y rejurado no intervenir en el asunto; Gordon, en cambio, se había declarado en contra de esa relación desde el primer día. Pero no sirvió de nada. Silver les decía que no volvería a las andadas, que trataría de reconectarse con su hijo y muchos buenos propósitos más, para luego recaer como una piedra entre las piernas de Vicky. Una y otra vez.
Cuando Bubu volvió a la oficina le resultó difícil reconocer a Silver. En el tiempo que había pasado, parecía haber envejecido décadas; una cierta obesidad comenzaba a afearlo, las canas avanzaban entre los cabellos cada vez más desaliñados, sus camisas tenían casi tantas arrugas como su frente. Era el hazmerreír de la oficina. En verdad, daba pena.
Silver nunca hizo nada para mejorar la situación. Se había terminado adaptando a esa alternancia maligna, manejada por las hábiles manos de Vicky. Unas semanas de adrenalina, unos días de celos, unos meses de depresión. Y al final de cada ciclo, apenas la cuenta del banco volvía al color azul, se repetía todo; pero cada vez él sentía más necesidad de tenerla a su lado, consciente que el tiempo corría en contra suya. Tenía muy claro que sufría de una adicción severa e intratable, para la cual no existían clínicas de rehabilitación.
La última vez que ella lo dejó fue hace diez días, y todavía le duele. Mientras el autobús se acerca al paradero en el cual tiene que bajar y que él no puede ver, a diferencia de todo el camino que ha dejado detrás de sí, sabe con absoluta certeza que Vicky está revolcándose con alguien, con la misma intensidad animal que él ha conocido. Mira el reloj y decide que aún queda tiempo para un par de cervezas, y olvidarlo todo al menos por ese día.
Quiero contarte una historia, le dice al barman, algunas horas y varios tragos después, una historia muy graciosa. Trata de un tipo que lo pierde todo, absolutamente todo. Trata de él y de una chica. Una chica llamada V.
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