1. El salto

agosto 29, 2008


Gordon tiene una relación especial con la muerte. Ha visto morir, ha dejado asesinar, ha matado él mismo. Todo con la insensibilidad y la limpieza de una losa de mármol pulido. Sería muy fácil suponer que su actitud frente a la interrupción del hilo de una vida haya sido determinada por su primer impacto con ese trance, a mayor razón si se consideran las características peculiares de aquel encuentro fatal. Y a priori no parecería ser una suposición aventada.

Gordon no logra recordar exactamente si tenía 17 o 18 años, pero el hecho de no estar en ese momento al volante del auto, sino en su bicicleta, abona a favor de la primera opción. El sol seguía alto e inmisericorde en el cielo cuando él había salido de la biblioteca municipal cargando una discreta cantidad de volúmenes; apenas suficientes, en todo caso, para ocupar las tardes de la siguiente semana de verano, que él pasaría echado sobre su cama, con mínimos alientos de frescura introduciéndose por las ventanas abiertas.

Cuando se encontró en la calle, recordó que tenía que pasar por el club de tenis para separar la cancha número 3 para el día siguiente. Había quedado con Lex para una enésima revancha de la derrota que le había propinado en el torneo indoor de Navidad; ya iban al menos media docena de encuentros e igual número de debacles apabullantes. Pero Lex no entendía el mensaje, y se obstinaba a repetir el plato y las condiciones ambientales en que se había gestado ese partido: por eso eran de los pocos idiotas que pagaban un precio doble al estándar para poder jugar al cubierto en pleno estío.

La distancia entre la biblioteca y el club no era mucha, pero las curvas y recurvas de la calle, que seguían el perfil ondulado del terreno, terminaban distorsionando esa previsión. Gordon, como había hecho siempre, dirigió su bicicleta hacia la iglesia, cuyos jardines coronaban la cancha número 1, de polvo de ladrillo, desde lo alto de un murallón de piedra de por lo menos quince metros. Pasando la zona de los estacionamientos, al otro extremo de los terrenos parroquiales se abría una estrecha trocha de tierra, de pronunciada pendiente, que bordeaba cuatro terrazas sucesivas, cada una con su respectivo campo de juego, y terminaba reuniéndose con el asfalto cerca de la entrada al club.

Bajó de la bicicleta para poder pasar sobre la cadena que le cerraba el paso, antes de lanzarse por la bajada, cuando de forma fortuita se le ocurrió mirar hacia los jardines. Los cipreses ocultaban el disco solar y proyectaban una sombra oscura sobre el pasto y las flores multicolores. Y entre dos de los troncos, una sombra más negra. Extrañamente humana.

Gordon, que por inercia ya había dirigido su mirada algunos metros más adelante, tuvo un escalofrío y por una milésima de segundo no se atrevió regresar a esa esquina de horizonte. Cuando lo hizo, en cámara lenta, esperó haberse equivocado; pero esta vez la imagen estaba mucho más nítida. Era un hombre, relativamente alto, parado en la cornisa del murallón, dándole la espalda. La sombra de los cipreses no permitía obtener mayores detalles, pero lo que Gordon pudo ver era más que suficiente. Fuera lo que fuera que ese tipo estaba haciendo, no tenía que ver con él, con sus libros, con su ruta al club. Tratando de ser lo más silencioso posible, hizo pasar la bicicleta sobre la cadena, para luego superarla él mismo. Casi sin respirar, montó de nuevo y se preparó a bajar por la trocha.

En una decisión que tendría repercusiones que evidentemente no tomó en cuenta en ese momento, dio un último vistazo hacia atrás. Y lo vio. Por una fracción de segundo, el tiempo se cristalizó y todo estuvo claro. El hombre lo había estado observando, esperando que se aleje, y justo en ese instante, cuando suponía que Gordon iniciaría su camino cuesta abajo, giró la cabeza, tomó un respiro profundo y se lanzó al vacío.

Gordon vio el último rincón de zapato desaparecer detrás de la cornisa. Todo se detuvo en un viscoso silencio por lo que a él le pareció una eternidad, antes de oír dentro de su cabeza, con la fuerza de una explosión, lo que en realidad era un apenas perceptible eco. Muy parecido al sonido que hacían las sandías al caer de las canastas del frutero, antes de reventarse y empapar todo el piso con sus jugos rosados y algún pedazo de pulpa carmesí aquí y allá.

Las piernas no le respondieron. No se movió ni miró para otro lado, con los ojos fijos en ese espacio ahora vacío, donde se enmarcaba un rincón de cielo azul. Cuando por fin pudo recobrar el aliento sintió que la bicicleta lo empujaba hacia la pendiente, mientras que un magnetismo morboso aferraba su pecho y jalaba con fuerza hacia los jardines. Una simple ojeada, distraída, breve, inútil, fue toda la atención que recibió el impulso de seguir con el plan original. Un momento después las ruedas giraban paralelas al suelo, el manubrio se apoyaba sobre la cadena, la mochila con los libros rodaba a un costado, y Gordon corría a través de los estacionamientos, saltaba los setos, pisaba las flores sin ninguna misericordia. Llegó a la cornisa a tal velocidad que tuvo que apoyarse a ella con fuerza para evitar irse de frente.

En una esquina del campo, abajo, la arcilla se iba tiñendo poco a poco de un rojo profundo, dibujando extraños arabescos al tocar las líneas de fibra blanca. A la luz del sol, el hombre ya no era una silueta negra, difusa y desdibujada, sino alguien que esa tarde se había puesto su mejor terno y los zapatos más lujosos que tenía para lanzarse hacia la muerte, y ahora yacía como una muñeca desarticulada, arrojada por alguna niña caprichosa en el piso de la sala.

Los latidos del corazón parecían tambores de guerra. Mientras Gordon trataba de contenerlos en su cabeza, ocultando sus emociones, el viejo buscaba con paciencia en su cuaderno la programación de las canchas. Le separó dos horas para el día siguiente y lo saludó con cariño, sin tener idea de lo que lo esperaba cuando, algunos minutos después, iría a nivelar el polvo de ladrillo, arriba, en la última terraza. Gordon, por su parte, regresó a casa despacio, sin prisa; cuando llegó, guardó la bicicleta en el garaje y subió a su cuarto. Al abrir la mochila sobre la cama, los libros salieron despedidos en todas las direcciones, terminando la mayor parte de ellos sobre la alfombra naranja. Déjà vu. Gordon los empujó con un pié, se sentó en el suelo y cerró los ojos.

El día siguiente, Lex tuvo al fin su revancha. Ganó de forma inapelable y hasta cierto punto incomprensible en sets corridos, destruyendo la maldición siete meses después de su aparición. Gordon aceptó la derrota y acordaron dejar de jugar entre ellos hasta el campeonato del club, a finales de agosto, donde podría darse inicio a una nueva saga de rivalidad deportiva. Cuando pasaron a pagar, encontraron al viejo con un policía al costado, tomando apuntes en un pequeño block. Los miró sin mucho cuidado cuando entregaron los billetes y se despidieron del conserje. Luego retomó su trabajo.

Desde temprano por la mañana todo el mundo sabía lo que había pasado en el murallón, pero ni una palabra sobre algún eventual testigo. Se tejían las versiones más fantásticas sobre los motivos de una decisión tan extrema por parte del occiso: deudas de juego con la mafia; una sórdida historia de pedofilia, drogas, chantajes; la traición de la esposa con un amigo, o tal vez un hermano; el diagnóstico de una enfermedad incurable. Nadie, como se supo después, tenía la respuesta exacta. Gordon no dejó de notar que todos reaccionaban con sorpresa e imaginación, como sucedía siempre cuando una persona de vida anónima de pronto se apoderaba de los titulares con algún gesto desesperado; la gente sentía la necesidad física de completar los espacios en blanco de la historia, de unir los puntos desordenados sobre el papel. Pero en realidad los porqués de aquellos desconocidos terminaban siendo casi siempre tan banales como el resto de sus días; lo excepcional era la forma que habían encontrado o elegido para darles un final.

Varios años después, Gordon analizaría con cuidado las raíces de su disposición preferente hacia la muerte, concentrándose en ese evento lejano pero grabado a fuego en su memoria. Eventualmente, llegaría a la conclusión que aquella caída sólo le había entregado en bandeja la prueba empírica de su desafección hacia la vida misma. Había visto un hombre irse, y no había sentido nada. Lo que sí había podido intuir era la existencia de un enorme hoyo negro en su interior. Y lo que pudo ver en él le gustó.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Felicitaciones con el primer post literario. Que vengan mas!

Claudius dijo...

Gracias man. Siguientes posts el próximo lunes y de ahí en adelante de forma semanal.